Las claves del patrimonialismo mexicano: Miguel Ángel Rodríguez

Forma de citar: “Las claves del Patrimonialismo mexicano”, comentarios de Miguel Ángel Rodríguez al libro Patrimonialismo y modernización. Poder y dominación en la sociología de Oriente de Max Weber, de Gina Zabludovsky. 15 de marzo, 1995.

El estudio de la obra de Max Weber llegó a nuestras universidades, pese a la completa y temprana traducción de Economía y sociedad (1944), tardíamente y a contrapelo de la prevalencia, casi exclusiva de los sistemas de pensamiento con pretensiones de absoluto. Más aún, para ser precioso, se podría afirmar que una buena parte de los estudiosos mexicanos del fundador de la sociología comprensiva emergieron, durante la década de los ochentas, de los desencantos ante la “imposibilidad de aferrarse” ─como la autora confiesa─ a las “viejas utopías esperanzadoras”. Por fortuna para las ciencias sociales, y para la ciencia política en particular, la reflexión alejada del dogma mesiánico y, sobre todo, el reforzamiento de la ética de la responsabilidad, han ganado terreno en nuestras universidades públicas; estás son desde mi perspectiva, las coordenadas que ubican el libro de Gina Zabludovsky, Patrimonialismo y modernización. Poder y dominación en la sociología del Oriente de Max Weber. Veamos.

La pertinencia contemporánea de las propuestas weberianas en el ámbito de la
investigación sociológica, y hasta antropológica, están fuera de toda discusión, bastaría citar los recientes trabajos de Clifford Geertz en el ámbito de la explicación interpretativa, o bien, los de Bertrand Badie y Guy Hermet en política comparada, para ilustrar la vigencia y utilidad de la obra del sociólogo alemán en los desafíos de comprender, interpretándola, la acción social.

La confianza weberiana de que “en la ciencia, todos nosotros sabemos que nuestros
logros quedarán anticuados en diez, veinte, cincuenta años” ─aparte los inapreciables ecos
antidogmáticos─ fue víctima de su propio rigor conceptual y de la sólida estructura de su
sistema interpretativo; su pensamiento continúa enriqueciendo amplias parcelas de la reflexión humanística.

Zabludovsky Kuper, conocedora profunda del clásico de Erfurt, lo sabe y nos ofrece en
este texto sobre el tipo de dominación tradicional puro, en el Oriente, una clave fundamental para comprender, alejada de interpretaciones parcializadas o fanáticas, el hilo conductor que vertebra la sociología de la dominación, con la jurídica, la económica, y quizás más importante, con la sociología de la religión. Su objetivo explícito, por lo demás ampliamente logrado, es el de revisar las capacidades interpretativas del tipo ideal patrimonial al estudio de las realidades específicas. Asimismo, su acuciosidad la conduce a realizar un detallado trabajo de sistematización conceptual de la estructura de la dominación patrimonialista en la obra de Max Weber y, no menos relevante, no estimula la imaginación para explorar y ordenar, con este tipo ideal y con los matices del caso, algunas de las expresiones políticas de América Latina y de México en particular. De esta última lectura, que es sólo una entre muchas posibles, se desprende mi interés por comentar la relevancia de los aportes que, sin nublar la visión panorámica de la obra sociológica, nos ofrece Gina a los gambusinos de nuestras raíces histórico-políticas.
No son pocos los estudiosos que, recurriendo a Weber, caracterizan la estructura de
dominación novohispana como patrimonial; sin embargo, quizá sólo sea Richard Morse, en su ya clásico ensayo sobre la Herencia de América Latina (1974), quien haya utilizado con mayor rigor sociológico el tipo ideal de dominación tradicional. El impacto de su interpretación todavía recibe el merecido reconocimiento de intelectuales como Enrique Krauze que, en el más reciente número de Vuelta (marzo de 1995), apunta ─refiriéndose a una conversación con el autor de El espejo de próspero─ que “más que una historia intelectual o de las ideas, lo que Morse especulaba frente a mí era una morfología histórica que instantáneamente me recordó la sociología religiosa de Max Weber, pero que en el caso de Latinoamérica trasladaba la clave de la religión a una categoría aún más comprensiva: la cultura. Decir que la teoría me sedujo es decir muy poco; desde aquel día no puedo escuchar a México más que en clave de Morse”. Por su parte, y sin forzar demasiado la lectura, nuestra autora suscribe plenamente esta opinión cuando apunta que “A diferencia de lo que comúnmente sucede en otros textos ─incluyendo los
del propio Weber─, en el escrito de Morse el concepto de patrimonialismo no es ambiguo”.

En estas circunstancias, yo sólo puedo concluir que los tres, Morse, Krauze y Zabludovsky dibujan un triángulo que contribuye a esclarecer, cada uno desde su mirador y a contrapelo de la historia oficial, la piramidal genealogía de nuestras estructuras de dominación política y, sobre todo, el origen de los valores que nutren nuestra cultura política.

Los nexos que se entretejen en la organización estatal patrimonial de los trescientos
años de Colonia constituyen una trama de actividades y funciones que la idea de modernidad concibe como separadas. Incluye la negociación política vinculada a la subordinación económica; la propiedad privada de las funciones públicas y, como veremos más adelante, la fusión de lo político y lo religioso. La arbitrariedad del monarca, sólo sujeta a la santidad de la tradición, no está nunca dispuesta a “contraer obligaciones legales, su gobierno adopta la forma de una serie de directivas, cada una de las cuales puede ser sobreseída”. En este contexto, y tal como nuestra autora lo observa en el capítulo referido al patrimonialismo y la racionalidad, “El resultado casi inevitable de esta práctica patriarcal es la inhibición de los procesos de racionalidad formal y la disolución de la aplicación de la ley en la administración de la misma”. La solución de continuidad con el tiempo presente, y sin olvidar que se trata de un tipo ideal que no debe confundirse con la realidad, apenas resulta ocultable.

Ahora bien, lo ecos del cuarto capítulo, dedicado a explorar los alcances de la eticidad
religiosa sobre el desarrollo del capitalismo y, más importante todavía, sobre los vínculos entre la política y la religión en el Oriente, conducen al viajero de este libro ─aunque de manera no declarada─ a la reflexión sobre la Nueva España.

Imposible dejar de apuntar que para el caso de estas latitudes las dos formas de
dominación reconocidas por Weber ─por constelación de intereses o por el principio de
autoridad─ se encuentran vinculadas fuertemente, durante el periodo Colonial, a la religión y su mundo de valores metahistóricos. Aludo al Principium Unitatis que fundía el mundo de la política, la economía y la religión en un cuerpo místico. Soberanía, Estado y Gobernante eran la Trinidad que se representaba en una sola persona: el emperador.

Carlos V era conocido, entre otros variados títulos, como “Señor de todo el mundo”, según Hernán Cortés; “Señor de toda la redondez del universo”, en palabras de Jerónimo López; “Emperador de los cristianos y rey de España”, para Hernando de Soto. Aunque existía una distinción formal entre el poder temporal que correspondía al emperador y, por otra parte, al poder espiritual que pertenecía al papado; no obstante, en la realidad, no existía una clara separación de los poderes. La república Cristiana y el imperio temporal de los españoles, se fundía en un cuerpo de doctrina cerrado y alimentado de valores absolutos.

De esta manera, la legitimidad del emperador, además de la sangre y la estirpe de nobleza hereditaria, sancionada y, desde luego, santificada por la tradición, estaba también sustentada en el derecho divino: una doble fuente de legitimidad. En otras palabras, la religión cristiana como baluarte de la política imperial o, mejor dicho, la política sustentada en valores metahistóricos. Octavio Paz, nuestro lúcido ensayista, sostiene que la carta Atenagórica de Sor Juana Inés de la Cruz, “…revela asimismo otro rasgo de esa sociedad: la teología como máscara de la política”. La religión era el fundamento de la
política. Nuestro espíritu se desgarra, como dijera Rubén Darío, entre la catedral y las ruinas paganas. Así pues, la religión y la política nacen como siamesas que deambulan por toda nuestra historia sembrando fanatismos que alimentan una de nuestras flores del mal; la religión a la patria y el nacionalismo patológico.

Quisiera destacar, antes de concluir este insuficiente comentario, que uno de los
grandes méritos de esta investigación consiste en la saludable equidistancia que Zabludovsky toma con respecto a los tradicionales maniqueísmos que sitúan a Weber, a la manera de Jurgen Habermas o de Talcott Parsons, como el autor de una teoría sociológica integral y unificada o de los que, como David Beetham, establecen una tajante división entre sus escritos políticos y la racional e inteligente de la crítica en su sentido más extenso; la revisión permanente y fecunda de todos los principios, la fuente de la eterna juventud.

Finalmente, y a manera de respuesta frente al justo reclamo que la autora endereza ─en
la penúltima página de su trabajo─ contra la ausencia de “una determinación específica de los periodos históricos en los cuales (el patrimonialismo) tiene más aplicabilidad” en México y en América Latina, es necesario decirle que sus investigaciones han propiciado, en buena medida, estudios tendientes a cubrir tan infinitas lagunas, junto a la clave de Morse habrá que ubicar, sostengo, la clave de Gina Zabludovsky.

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